Canto a una maldición

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Capitulo IV: Último borrador.

Perder a su familia fue de las cosas más dolorosas que Enya pudo soportar. En especial, con la pérdida de Meira, su tan querida madre y a diario soñaba con sus consejos, y se quedaba pensando en ellos durante horas.  

"Nunca hagas el mal a otros, quizás seas tú en la siguiente vida. Recuerda que nuestras almas no conocen el tiempo o la distancia"

"Si algo no te agrada, solo ignóralo y sigue adelante. Las cosas malas solo son pasajeras"

"No desperdicies comida. La naturaleza es muy generosa y no debemos despreciar sus dádivas"

"Limpia tu cara todas las mañanas. Nunca sabes cuándo llegará el amor de tu vida"

Recordarlos le hacía sentir que su madre aún estaba con ella. Claro, no era lo mismo. Nunca podrían volver a dormir abrazadas y no era lo mismo cuando Erin trataba de peinar su esponjado cabello pelirrojo.

Lo único que la mantuvo viva durante mucho tiempo era la presencia de Mael, quién siempre la tomaba de la mano cuando parecía estar a punto de romperse. Esas ocasiones ocurrían justo después de que la antigua Majka Meira pasaba por encima de ellos en su forma de dragón. Una forma tomada por la enfermedad y de la que nunca se recuperaría.

Por suerte, los niños son fuertes y Enya no era la excepción. Con los años el dolor disminuyó y en los mismos años, ella aprendió muchas cosas sobre su hilo rojo.

Con los años, Enya aprendió que a Mael le gustaban las frutas, que le gustaba estar al aire libre y que amaba a los perros. Pero que, a pesar de ser de la misma raza, no le gustaban los shibō por todos los actos crueles que cometían. A veces, incluso Enya podía sentir como si Mael se odiara a si mismo por ser un shibō.

Quizás por eso no puso trabas cuando presentó a una chica de sus misma raza como novia. Quizás ella tenía algo especial como para que él al fin estuviera listo para contraer alguna clase de compromiso con la raza que tanto evitaba, y por eso, solo por eso, Enya aprobó la boda que tanto querían.

Ella nunca olvidaría ese día. Tampoco olvidaría lo alegre que estaba cuando tomó la mano de su "hermano" para llevarlo al claro donde celebrarían la boda y las miradas extasiadas de la familia de la novia al ver cómo una de las lastnik arau se presentaba a una boda campesina. Pues bien, al llegar al claro y antes de que Mael estuviera a punto de entrar al círculo de tela que los shibo habían colocado en la tierna hierba, ella lo detuvo y para quitarse la capucha que llevaba puesta y la puso sobre Mael, pues para los Arau no existía una muestra de amor mayor que cubrir a otro ser con sus capas, y los vio casarse con la misma felicidad con la que una hermana deja ir a su hermano pequeño.

Fue una boda alegre, de eso no hubo duda, y Enya aceptó quedarse en casa de los padres de la novia. E incluso durmió gustosa en una cama que ellos le habían preparado, pero en plena madrugada grandes gritos la despertaron, muchos que gritaban: ¡Alguien ha incendiado la casa de los novios!

Y al salir de la pequeña casa de esa desdicha familia, se encontró con el caos absoluto y con la muerte de quién más amó en su vida.

***

Después de eso, algo cambió en ella. Dejó de sonreír y cayó en una depresión tan fuerte que Erin tuvo miedo de perderla. Enya parecía un fantasma que deambulaba por el hermoso palacio que hizo construir para ambas y las sacerdotisas que la seguían estaban seguras de que ese sería su último año de vida.

—¿Porqué no duermes conmigo está noche? —le propuso Erin en una noche de invierno —No soy mamá, pero...

—Está bien —la interrumpió Enya tomando su almohada favorita.

Para ese entonces, ella ya pasaba los catorce ciclos de vida y se mostraba poco paciente con los demás. Pero Erin era feliz cuando Enya al menos le dirigía una o dos palabras.

—Vale —le sonrió y alborotó su cabello —Ve a mi habitación, yo aún tengo que ir por nuestra cena.

Casi no tenían sirvientes a sus órdenes. Eso era algo que mantenían de su antigua vida familia. Una donde la majka Meira mantenía a sus hijas con los pies en la tierra y les hacía realizar las labores domésticas en su pequeño hogar.

Al menos, eso recordaba. Sus memorias ya eran difusas con el avance de las décadas y no ya podía recordar nada con precisión ¿sería igual en unos ciclos? ¿Acaso los recuerdos de Mael también se irían? ¿Eso también la podría abandonar? ¿Sería posible que si recorría sus memorias a diario, el rostro de Mael nunca se iría?

—Puedes ser lo que quieras —le había dicho en una ocasión —Puedes vivir una vida entre los shibōs o pedir la mordida de un Kōri y quedarte conmigo. Yo solo quiero verte feliz.

Para ese entonces, Mael tenía unos veinte años y se veía tan guapo como lo puede ser una persona que siempre ha tenido todo para crecer sano.

—De eso quería hablarte.

Habían estado sentados sobre un árbol alto lleno de manzanas y Mael aprovechó para pasarle una.

—Hay una persona especial que conocí este verano.

Enya se sorprendió al escucharlo. Pero no pudo evitar sentirse feliz por su querido "hermano".

—¿La conozco? —pensó en las innumerables vodjas que habían intentado cortejar a Mael desde que tuvo catorce años y por un segundo temió que pudiera ser alguien poco digna de él.

—No, su familia trabaja en el campo.

Una campesina. Alguien con una vida muy diferente a la de su hermano.

—¿Ella sabe quién eres? —le preguntó ya queriendo juzgar las intensiones de su futura cuñada.

—No, pero es tan dulce...

Enya frunció el ceño al notar lo enamorada que estaba, pero después sonrió.

—Bien, solo tráela, quiero conocerla antes de la boda.

—¿Boda? Apenas la conocí hace un mes —Mael estaba desconcertado y tartamudeo mientras respondía.

Enya no pudo evitar reír ante el bochorno de Mael y pronto él se unió a ella cuando entendió lo que quería hacer.

Y justo de ese momento se acordó cuando, mientras caminaba a la habitación de Erin, escuchó unas risas infantiles por el pasillo.

Aquello era tan doloroso, y más cuando se encontró con que eso venía de la habitación que June compartía con sus hijos. Los niños crecían a la misma lentitud que ella y se mostraban juguetones cuando era hora de dormir. No extrañaban a su madre. Tenían pocos recuerdos, si acaso alguno de Enyd y si podían recordarla, Enya dudaba que fueran recuerdos gratos sobre su vida en el granero.

—Disculpe el ruido, majestad —una voz detrás de ella interrumpió sus pensamientos.

Ese era June, quién después de tantos años se veía tan viejo como lo sería un hombre de ochenta. Había pasado una buena parte de su vida criando hijos para su hilo rojo, quién le tenía odio y resentimiento por no ser de una raza con dones que pudieran unirse a los suyos, y ahora solo vivía para al menos tratar de darles una existencia digna.

Enya también notó que se veía tan cansado, pero que ya no mostraba dolor por su situación. Pues a pesar de no querer a Enyd, ella había sido su hilo rojos, algo sin lo que no podía vivir y le producía una afección con la que ya no sentía dolor.

Era una enfermedad sin nombre. Fue lo único que pudieron decir los médicos cuando notaron que June ya no podía seguir con su vida.

—Los niños siempre serán niños —dijo Enya antes de seguir su camino. Ojalá también tuviera esa enfermedad, pensaba, así nada sería tan horrible, ni la existencia tan dolorosa.

Ojalá ella también tuviera una razón más para vivir. Ojalá al menos pudiera enamorarse y tener hijos propios. Pero cada vez que pensaba en hijos recordaba a Mael y a la madre de este, quien había muerto de dolor al enterarse de aquel terrible accidente que le costó la vida a su hijo ¿Así sería si perdía a uno de los suyos? ¿los vería volar como los dragones en el cielo si contraían el vastatio? Ojalá todo fuera diferente. Ojalá los niños de Enyd fueran suyos. Ojalá tuviera un hilo rojo como June, uno paciente que tuviera la cena lista todos los días y se mostrará amoroso con sus hijos.

—¡Tía Enya! —gritó una de las niñas, una de cabello tan rubio como el de Mael —¡Arriba!

Ella ya pasaba los seis ciclos, pero aún pedía que la tomarán en brazos y era la única que parecía del todo feliz con Enya, y eso hacia que fuera su favorita.

—¿Que ocurre, mi cielo?

"Ojalá tuviera una hija como tú" pensó mientras la tomaba en brazos "me recuerdas tanto a él".

—Mira lo que encontré —dijo sosteniendo una de las libretas de Erin, la misma que tenía cuando murió su hilo rojo.

—Oh, no deberías tener esto —con cuidado tomó la libreta de sus manos y besó sus mejillas —Te la cambio por unos dulces ¿Que dices?

La niña lo pensó, pero rápido asintió.

—¡Dulces!

—Te los daré, pero primero tengo que regresarle esto a Erin.

Bajó a la niña, pero lo pensó bien y se detuvo para abrazarla por un largo rato ¿Así era ella como su madre lo hacía? Se preguntó tratando de recordarla.

—Te quiero, tía Enya —la niña recargó su cabeza en el hombro de Enya y cerró los ojos sintiéndose segura —¿Porqué lloras? —preguntó al sentir una lágrima caer sobre su cabello —¿Hice algo malo?

—No, mi cielo —secó sus lágrimas con la manga de su camisón y se apresuró a decir —todo está bien. Solo ve con tu papá, prometo que te llevaré dulces de miel.

En otra vida ella sería suya, eso pensaba Enya, en otra vida nunca tendría que soltarla. Pero no había tiempo para lamentaciones, debía devolver la libreta antes de que Erin se diera cuenta.

—Bueno —la niña besó las mejillas de Enya y salió corriendo por el pasillo, quizás pensando los dulces que le esperaban cuando Enya estuviera libre de sus tareas.

Y estaba por hacerlo cuando una hoja cayó de la libreta.

—Mierda —susurró antes de alzarla, pero una palabra llamó su atención y comenzó a leerla.

—¿Que haces con eso? —preguntó Erin, quién venía por el pasillo con una bandeja en la mano.

—Fuiste tú... —Enya dejó caer la libreta y en sus manos pudo verse el mismo fuego que estaba descrito en la libreta —¿Tanto querías hacer bien una de tus novelas que me lo quitaste cuando el plan falló?

Erin no supo que decir. No había sido su intención que todo terminara así, pero sabía que Enya nunca escucharía su versión.

—Enya...

—Nada de "Enya" —la interrumpió avanzando hacia a ella —Ya estoy harta de tus novelas —colocó su mano llameante en la mejilla de su hermana y aunque no podía quemarla, imaginar que si le hizo sentir mejor —A partir de hoy, y durante el resto de nuestra existencia, juro que no tendrás un solo día de paz. Juro que arruinaré cada cosa que hagas, y algún día te quitaré todo lo que ames.

Erin ya no pudo responder. Al verse descubierta, o al menos, al haber sido descubierto su plan, se sintió paralizada del miedo. Y ese día ocurrieron dos grandes cosas para la familia que alguna vez fueron los últimos arau de sangre. La primera fue la ruptura entre las hermanas Constellatio y Stellae, y la segunda fue el inicio de la era conocida como las estrellas.

 

 

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