Para Sam las cosas eran bastante simples. Debía atenerse a lo que su madre le decía y, aún siendo el año de 1818, cuando ya era la gobernante de Lindsey, aún no dejaba de preguntarse muchas cosas. ¿Pero cuánto tiempo llevaba en el trono?
¿Cuántos años pasaron desde que esa corona le fue entregada? ¿Ocho? ¿Doce? ¿Veinte? ¿Cuarenta? En ese momento no llevaba la cuenta, los años de gobierno no son importantes si no tienes logros de los puedas jactarte. O al menos ese era el pensar que la mayoría de los gobernantes tenían en mente cuando planeaban cada una de sus estrategias. El poder y la autoridad eran asuntos de vida o muerte y el tener al pueblo libre de cualquier sublevación y de intentos de rebelión lo era aún más.
No importan los medios, un naslov o lastnik debía mantener la paz o pagar el precio por su ineptitud y desde que la corona le fue cedida, pareció que las cosas no estaban a su favor. Los rebeldes ya no existían, pero aún se recordaba cuando cinco años antes atacaban a los campesinos y mataban a todo aquel que se atrevía a combatirlos ¿y a quien culpaban los afectados? ¿a los rebeldes que asolaron la tierra o a quien debía cuidar de ellos?
La respuesta era obvia y Sam debía pagar por las atrocidades cometidas.
La última esperanza que tenía para librarse del castigo, era llenar las arcas de la tesorería, sin embargo, su fortuna no era suficiente para hacerlo; El comercio era poco y la tierra estaba desolada, aún si la verdadera guerra había terminado mucho tiempo antes.
—¿Por qué no consigues un esposo? —había dicho su madre al ver aquella desastrosa forma de gobernar —necesitas alguien que te ayude y que tenga dinero suficiente para pagar tus deudas.
—Mi señora… —la frase la había sorprendido. Aquella era algo ilógico, como una broma cruel por parte suya —nadie querrá la alianza con una lastnik que no puede mantener su país en paz y aún si la aceptará ¿No cree que la existencia de herederos serían un estorbo para él o ella? Sería injusto para quien desea a su propia sangre sobre el trono —bajó la vista, como si se avergonzara de sus propias palabras y después de un logran momento incómodo, agregó: —Además, no deseo compartir mi lecho con alguien a quien no amo.
Sam conocía muy bien a su madre. Sabía que eso de buscar pareja era algo que debía hacerse. Aún si se negaba en ese momento, buscar pareja era algo que debía hacer. Así que evitó el contacto visual con ella hasta cuándo pudo, pues también sabía que si la veía a los ojos, solo podría ver molestia en ellos. Después de todo, Sam ya había cometido grandes errores en el pasado y para su madre, era como si ella hubiera arrojado a la basura los esfuerzos para que el linaje de las Bathory se mantuviera en el trono. Y eso fue precisamente con lo que se encontró cuando la lastnik Elena se levantó de su asiento y obligó a Sam a que la viera a los ojos.
—Me estás lastimando… —dijo Sam al sentir como las uñas de su madre se clavaban sobre la delicada piel de su rostro.
Estaba asustada. Aún si tenía el titulo, no era más que una hija, y en Lindsey, las hijas aún si eran mayores debían ser sumisas con sus madres. Aún si ya no estaba en edad de recibir algún azote por cuestionar a Elena, Sam sabía que poco faltaba para que ella la golpeara, tal y como siempre hacía cuando era pequeña.
—¿Amor? ¿un estorbo? Creí haber criado a una lastnik, no a una niña que solo piensa en sí misma ¿esto es todo lo que merezco por arreglar tus errores? Ten un poco de dignidad y acepta la propuesta.
—Pero…
—No sólo pienses en ti —replicó mientras la soltaba —piensa en mi nieta y en que quizás no pueda heredar nada porque su madre no quiso salvar a su pueblo.
“¿Su nieta?” Pensó Sam ¿desde cuándo lo había sido? Ella nunca se había mostrado interesada en aprender su nombre ¿y ahora eran suya? Aún así, aquello parecía lo más lógico. Amaba a su hija y no quería que pasara por aquella purga donde los shibō mataron a casi los niños shizen cuando comenzó la guerra.
“Maten a las crías antes de que sean soldados”, aquella era la frase que escuchó en esa noche maldita y que aún, después de tantos años, le era imposible olvidar.
¿Pero casarse? ¿Eso solucionaría todo? ¿Eso evitaría que su hija viera lo más oscuro de la guerra?
—Está bien —respondió cuando sintió que estaba comenzando a temblar por el miedo que su madre le provocaba —me casare con quién usted diga.
Elena la soltó, pero al quitar su mano de su rostro, Sam se dio cuenta de que las uñas habían dejado arañazos y que al menos una herida comenzaba sangrar.
—Buena niña —dijo la lastnik madre.
Sam ya no dijo nada, solo sacó su pañuelo y lo presionó contra la herida, la cuál pronto lo tiñó de un rojo oscuro. Aquello ardía como el fuego mismo, pues una lágrima traicionera llegó hasta allí y le hizo sentir que estaba en el infierno.
—Ojalá no fueras tan débil… —añadió Elena viéndola con disgusto —Así al menos tendríamos paz —volvió a añadir antes de abandonar la habitación.
Sam solo continúo con aquel pañuelo en su rostro y se quedó algunos segundos más antes de irse y por varios semanas decidió olvidar que todo eso era algo que le esperaba, hasta que un día antes, le fue informado que su prometido estaba a punto de llegar.
Y el día de su compromiso, las doncellas trataron de arreglar su aspecto, aunque este era un desastre por todo lo que había llorado la noche anterior. Los guardias tomaron sus posiciones para prevenir cualquier contratiempo y Sam solo se alejo de la multitud el mayor tiempo posible.
—¿Majestad? —dijo una de las doncellas cuando llegó esa fatídica hora —su prometido la está esperando.
Sabía que debía estar a tiempo, así que después de salir de su habitación, caminó sola hacia el salón del trono, lista para cumplir las exigencias de su pueblo.
Las puertas se abrieron y pudo ver a su niña de pie, a un lado de su madre y los guardias formando algo parecido a una cinta de seguridad hacia el trono mientras sostenían sus espadas desenvainadas, listas para asesinar a todo aquel que arruinará el evento.
El camino por la alfombra de color rojo carmesí le pareció aun más largo de lo que era, todo era silencioso y ella caminaba con la mirada fija en el suelo, como camina un criminal sentenciado a muerte.
Al llegar, alzó la vista, dispuesta a afrontar su destino y a poner todas mis esperanzas en aquel hombre que sería su salvación.
***
Una propuesta, una apuesta… Eso era lo que se le decía a Giovanni cuando llegaron varios de los consejeros que aun quedaban a su servicio. La que alguna vez fue la casa más grande y potente en el país ahora era solo un recuerdo del pasado.
—¿Una boda arreglada con esa familia? —espetó el kōri al escucharlos —¿Por qué debería de aceptar tal insulto hacía nuestros antepasados y caídos? ¡Lo que piden es inaceptable!
Giovanni era reacio a la idea que le propusieron. El solo imaginar el tener que estar con alguien de aquella familia le revolvía las entrañas.
Aún con todo ello y después de horas de discusión y debate entre los miembros del consejo real de la casa Le pontifice, Giovanni terminó por aceptar la proposición del consejo, claro, todo aquello solo para conseguir una meta a futuro para su casa. Un pequeño sacrificio por el bien de recuperar la gloria de un pasado que los atormentaba.
Sin mucha más dilación, Giovanni Le pontificie puso marcha hacia el país de su prometida. Consigo no llevaba mucho equipaje, solo unas cuantas pertenencias esenciales y prendas necesarias. Sobre la boda y toda su planificación no sabría nada hasta estar allá presente.
El viaje fue largo, tedioso y accidentado, especialmente al entrar a los caminos de Lindsey. Aquello parecía más rutas en desarrollo que unas de comercio como pretendían serlo. Los paisajes que observaba eran cuanto menos permisibles. Era más que obvio para él que todos los rumores que escuchaba sobre el país que visitaba eran verdad.
Finalmente llegaron, unas horas más tarde de lo pensado debido a lo difícil del viaje. Ante ellos se alzaba el castillo del país. Varias cientos de personas se colocaban por el camino principal hacia la estructura de piedra.
—Lucen como un pueblo que desea estabilidad… la desean tanto que aceptan el hecho de que alguien de la familia Le pontifice venga hasta sus tierras.
Aquellas fueron unas de las pocas palabras que dirigió el Kōri hacía el muchacho que conducía su carruaje.
El carruaje se detuvo y lo que parecía un guardia abrió la puerta del mismo, ofreciéndole al naslov de Coellum la bienvenida. Giovanni salió. Ante él se erguía la enorme puerta principal del castillo. Estás empezaron a abrirse de poco a poco, con lentitud y fuerza hasta que finalmente el interior del edificio pétreo lo recibía con el calor que de él salía. Una enorme alfombra roja yacía frente a él con cientos de guardias reales que ocupaban su borde, vigilantes y listos con sus espadas fuera de funda.
El Kōri respiro en profundidad y a él llegó el aroma más delicioso que alguna vez imaginó. Sabía lo que significaba y su corazón latió con fuerza cuando finalmente su vista se posó en quien yacía al final del camino, sentada en su trono estaba la lastnik de Lindsey. Lucía un vestido rojo con detalles dorados y a su lado, la antigua lastnik con la hija que muchos consideraban como la bastarda de la actual lastnik de Lindsey.
“He llegado tarde…“se lamentó al darse cuenta de que su pareja destinada ya había amado a otro en el pasado y quizás había perdido la oportunidad de tener su corazón.
Y es que si bien los kōri solo aman una vez, también se sabe que muchas veces no son correspondidos, menos cuando hubo otro antes que ellos.
“Aún no es tan tarde” pensó mientras caminaba entre los guardias.
Las miradas se posaban sobre él como dagas en un blanco hasta que finalmente alcanzó el trono, quedándose frente al mismo.
—Un honor estar frente a usted, majestad, mi nombre es Giovanni Le pontificie y he venido en aceptación de su llamado y propuesta.
Como acto de respeto, Giovanni se inclinó ante el trono donde ella permanecía, estirando su mano derecha hacia la lastnik.
—Espero pueda aceptar esta muestra de cortesía.
***
Mientras él se mantuvo lejos, Sam no percibió nada anormal, solo parecía otro ser de aquellos que visitaban la corte o quienes iban a pedir algún favor, seres a quienes no podía despreciar, seres a quienes pertenecía su alma y quienes podían llevarla a la destrucción con solo sentirse ofendidos. En otro momento, en otra época cuando no era más que una jovencita, bien pudo haber puesto mala cara, reírse de la propuesta del consejo y enviarlos a la horca por su atrevimiento, pero eso había quedado en el pasado y ahora su vida dependía de que esa absurda reunión terminará de buena forma.
“Un Le pontifice…” se susurró mientras trataba de mantener una mirada afable hacía el hombre que saludaba de forma cordial y cumplía el protocolo con una reverencia “¿Qué puede ser peor? ¿casarte con tu posible asesino o que tu propio pueblo te condenará a esa muerte?”
El miedo se apoderó de ella al imaginar el escándalo que los demás países harían cuando se pudieran enterar de aquello, era bien sabido el odio que le tenían a los kōris por preferir la sangre de las doncellas shizen a la shibo y también se sabía todo lo que habían hecho para el país de Shaitan.
“Es un honor” había dicho él, ¿acaso no era consciente del horror que causaba su presencia? Podía reconocer ese tono de voz sutil con el que intentaba mantener su actuación, sabía que él mentía pero no podía darse el lujo de actuar mal frente a el consejo, quienes habían acudido para presenciar el cortejo de dos seres poderosos de ese mundo.
—El honor es mío, majestad —dijo con la sonrisa típica de una joven que es presentada a su prometido y quiere ganar su aprobación —Le agradezco que aceptará la propuesta y le aseguro que será lo más conveniente para ambas familias —dicho esto vio que él había ofrecido su mano extendida, un gesto raro para alguien de la realeza y que sin duda rompía al menos dos reglas del protocolo, pero no estaba en buena posición para hacerle una crítica, así que aceptó su saludo pese a estar incómoda.
Giovanni sintió aquellos pocos segundos como eternos. Pero podía ver por la forma de respirar, su mirada y pulso sanguíneo, que su prometida era quién estaba en verdad preocupada por todo esto. Aquello no lo pudo evitar sin más, tragándose una sonrisa para evitar quedar mal ante todos los invitados. La fachada era lo más importante en estas reuniones tan emblemáticas.
Todo sobre ella lo sabía, o al menos la gran mayoría. Los espías de su país eran famosos por sus habilidades para pasar como sombras y recoger información en cantidades inmensurables.
Finalmente se había presentado la lastnik, Samantha Bathory, una mujer emblemática y tenaz, al menos era lo que se decía entre los pueblos y países vecinos. Una que a pesar de esas cualidades ahora pasaba por una crisis que traía a su pueblo en la cuerda floja.
—El honor es totalmente mío, su majestad, permítame expresar mi gratitud con un modesto regalo que he traído desde las más profundas minas de Svemir.
Con aquellas palabras, Giovanni se levantó y se puso de pie, volteó a ver hacia atrás y con ello hizo una señal con su mano derecha. Y de las sombras, surgió su sirviente principal con una charola de plata fina. El hombre, algo anciano, entonces se dirigió hacía el naslov bajo la mirada de todos, pasando por la alfombra hasta alcanzar donde estaba.
Una vez allí se inclinó y levantó la charola, Giovanni abrió esta, quitándole la tapa lentamente para no provocar malentendidos entre los guardias. Finalmente se mostró lo que traía, un anillo de oro puro con varias incrustaciones de diamantes relucientes de tamaños varios.
—Que este anillo sea muestra ante todos de la voluntad de buena fe a la que hemos llegado.
La medida del anillo, la cantidad de piedras preciosas, todo aquello fue aconsejado por los ancianos y espías.
Giovanni tomó el anillo con cuidado y se dirigió hasta Samantha, tomando su mano izquierda con delicadeza. Abrió sus dedos con los propios y colocó el anillo en su dedo anular, lentamente mientras su mirada se clavaba en la de ella con una naturalidad tan inherente que se sentía casi impropia de este mundo.
Como era de esperar, aquellos que permanecían en el gran salón aplaudieron ante aquel acto. Con aquello terminado, Giovanni entonces preguntó a la lastnik algunas cosas en un tono de voz casi mágico, algo que solo ella podría escuchar por la naturaleza de sus palabras, casi como un hechizo.
—Creo que necesitamos discutir sobre todos los asuntos que conciernen este matrimonio en un lugar más privado. He de suponer que ya debes de haber preparado algo por el estilo y me gustaría ir allí tan pronto me sea posible… la verdad es que las multitudes no son lo mío.
Con aquello dicho el sirviente que traía la charola regresó por donde vino y Giovanni se quedó esperando a la respuesta de Samantha.
«Pero ¿qué están haciendo?» Se preguntó al escuchar los aplausos de todos los presentes «¿Me están vendiendo por unas cuantas piezas de oro?»
No había duda de que aquella escena le traía una amarga melancolía acompañada de recuerdos que creía haber dejado olvidados. Recuerdos de un amor pasado, por el cual, en un principio se había negado a concebir la idea de un matrimonio arreglado. Mas ella sabía que eso era necesario para el bien de su país y debía fingir alegría y mostrarse agradecida para mantener las apariencias.
Cada paso que daba aquella ceremoniosa reunión le parecía desquiciante, nada comparable a la primera vez que alguien había puesto un anillo en su dedo, nada comparable a su primer amor.
—Como usted guste, mi señor. En cierto, punto concuerdo con usted sobre que una multitud no es lo adecuado para que un contrato matrimonial sea acordado —dijo mientras que con un gesto de su mano, indicaba a su familia que se retirara. Las costumbres en cuanto a matrimonios eran claras y aquella los términos que se tomarían no eran otra cosa que comenzar el cortejo.
—De hecho, mi despacho se ha preparado para la ocasión —agregó escondiendo su miedo, aunque su rostro se puso de un color rojizo al saber lo que seguía.
Debía admitir que él tenía cierto encanto, pero nada comparado con quién fue su primer amor. La piel del kōri era blanca, casi pálida y sus ojos eran rojos como la sangre, un indicio de que recientemente se había alimentado. No se veía como una persona musculosa, pero si fuerte, incluso podría decirse que parecía un naslov digno de su dinastía. Pero el problema de Sam era que no le gustaba, y hubiera prefería estar a punto de entregarse a quien fue el padre de su hija, en lugar de aquel desconocido, por muy amable que pareciera.
Sabía que a él lo único que le importaba era la corona, así como a ella solo le importaba el dinero que obtendría para la reconstrucción de Lindsey, pero eso no lo hacía más fácil. Cada uno tendría lo que deseaba sin importar los sentimientos. Pero si había algo de lo que no debía preocuparse, eso sería atenderlo en los asuntos maritales, pues era costumbre que los nobles él tuvieran amantes. Algo en lo que Sam estaría de acuerdo mientras no causara ningún chisme público.
Después de todo, nunca lo amaría o llegaría a sentir algo por él.
¿Soportaría la eternidad a su lado? No lo sabía, solo esperaba que esa primera noche a su lado fuera rápida.
El salón entonces comenzó a vaciarse y al final solo quedaron ellos dos.
—Me parece bien.
Terminó por agregar Giovanni mientras se acomodaba un poco el saco que traía y aprovechó aquel momento para observar mas de cerca a Sam. Su figura era bastante atractiva para sus propios gustos, poco realista con esos pechos demasiado grandes y esa cintura tan pequeña a pesar de haber dado a luz. Y aún se mantenía con un silueta digna de todo una doncella.
Giovanni sonrió un poco, por su mente pasaron un aglomerado de ideas sobre lo que podría ser de su futuro ahora y de como muy probablemente lograría obtener algún fruto del cuerpo de la lastnik.
—¿Su despacho? Un lugar apropiado, majestad.
Giovanni entonces se acomodó de lado al trono y con su mano hizo un gesto de paso libre para la lastnik. A pesar de todo debía mantener la caballerosidad en su punto más alto, típico de su familia.
—Espero que así sea y que ambas familias aprueben los términos a discutir.
Sam estaba resignada, pero al ver el gesto que hizo su “prometido”, pensó en que quizás no sería un caso perdido, quizás el señor Le pontifice podría tener las cualidades para ser digno de portar la corona a la que ella había fallado. Quizás incluso podría ser un mejor gobernante de lo que era ella y que incluso ganaría el favor del pueblo al que decepcionó con su falta de liderazgo.
Después de haber tenido aquella conversación, los guardias reales empezaron a salir de dos a dos del gran salón del castillo. Su paso militar era digno de admirar, era una lástima que tales soldados tan entrenados y disciplinados no hayan participado en la guerra. Giovanni podía sentir como Sam tiene un déficit para el talento bélico y tal vez él podría ser quien arreglara ese problema para el beneficio de los suyos.
Una vez salieron todos del salón, los únicos que quedaban eran quienes lucían como el consejo de aquel país y uno a uno fueron saliendo por una puerta de piedra adornada, mientras Sam sentía que sus miradas ilusorias se posaban sobre ella, casi como un espía que veía de su víctima en búsqueda del mínimo detalle.
—Parece que es la hora, mi señora —dijo Le pontifice mientras ayudaba a la pelirroja a levantarse de su trono, solo por mera caballerosidad.
Acto seguido aquella mujer finalmente se pasó en marcha a lo que parecía sería en cuestión su alcoba real. Durante el recorrido, el kōri mantuvo su vista siempre en la espalda de Samantha, observando su paso agraciado para distraerse de vez en cuando al mirar de reojo algunas de las pinturas y estatuas que adornaban los mismos pasadizos de piedra.
Finalmente después de una caminata bastante silenciosa, la lastnik y madre se detuvo frente a una puerta amplia de dos aperturas. En la coronilla de la misma estaba el símbolo de la familia real y varios adornos de gran calidad visual.
Samantha entonces abrió la puerta de par en par y entró a la misma habitación mencionada mientras que el kōri le siguió sin chistar o decir palabra alguna.
Una vez dentro se dispuso a cerrar las puertas, colocando el seguro de la misma para evitar interrupciones.
—Tienen una gran calidad de arte aquí, su señoría. Me gustaría ver después todas las obras del castillo.
Con aquello dicho, Giovanni posó su mirada en los detalles de la habitación. Un escritorio de caoba, varias repisas, estantes, libros, nada diferente a lo que esperaba.
—Podrá hacerlo más tarde, mi señor.
Se quedó de pie, esperando que él hiciera un primer movimiento.
Sus manos estaban entrelazadas, en un afán por sujetar algo. ¿Aquello lo hacía por miedo al Kōri? ¿Por estar a punto de vender su alma? ¿o por el simple hecho de haber caído en lo que parecía una trampa del consejo? Quizás un poco de todo, no le era fácil el tener que ofrecer su libertad cuando ella misma había crecido con la idea de que no debía depender de un hombre.
—Me parece buena idea —respondió el castaño, quién comenzó a quitarse el saco y ponerlo en el perchero —¿Y bien? ¿Recuerda las clausulas de nuestro contrato?
Esto último lo dijo para distraer a Sam, quién temblaba de miedo al escucharlo. Se sentía tan nerviosa como cuando era virgen y no tenía el valor suficiente como para quitarse aquel vestido. Pero notó la ayuda que él quería darle, e hizo memoria de lo que debía decir, y comenzó a recitarlo.
—La corona pide… —mordió su lengua —la corona pide ayuda de la familia real de Coellum, que ambas familias obtengan beneficios una de la otra.
—Clausula aceptada —Giovanni se acercó a ella y comenzó a deshacer los lazos de aquel vestido.
Su tacto hizo sentir terror. No porque él fuera brusco, o algo parecido, si no, que las cosas parecían ir muy aprisa.
—Segunda cláusula; La herencia de Lindsey pasa a Juliette Bathory. La herencia de Coellum al heredero que pueda surgir de esta unión y se devuelven los territorios que alguna vez se tomaron.
El castaño mantenía una postura firme. Sus ojos seguían los movimientos de sus manos mientras quitaba los lazos, poniendo atención a cada palabra que soltaba. El tono suave de la misma le hacían entender al Kōri que ella se sentía incómoda, probablemente por estar a punto de ceder ante lo que vendría más adelante.
—Cláusula aceptada.
Devolución de las antiguas tierras de los Le pontifice y lo que parecía ser lo más importante para ella, asegurarse de que su hija estaría a salvo y de mantener sus títulos nobles. Madres, harían lo que fuera por sus hijos… Palabras que Giovanni mantenía muy frescas en su mente.
—De los Le pontifice, las clausulas son que de su hija, tenga por seguro que de ella no se tocará ni un cabello. Su título se mantendrá como los ha estipulado y personalmente me aseguraré de que así sea. Más allá de las tierras que alguna vez fueron de mi clan y la obvia corona real y todos sus beneficios y deberes, quisiera tener poder completo sobre las decisiones bélicas que lleguen a pasar en un futuro. Podré recibir consejos de la lastnik presente —Giovanni terminó con los lazos y dejó caer el vestido de Sam—pero el que decidirá al final de todo seré yo, claro, estas decisiones serán solo y para el beneficio del pueblo.
—Cláusulas aceptadas —dijo Sam con voz temblorosa al sentirse tan expuesta.
—¿Le parecen estos términos para el beneficio de la corona y el país? Por supuesto, estamos más que dispuestos a poner la gran fortuna de los Le pontifice en manos de Lindsey para su surgimiento y reconstrucción. Después de todo esta es la verdadera y real razón por la cual se está realizando esta unión.
Por unos segundos aquel hombre se deslumbró con la figura desnuda de su nueva pareja y pensó en los mucho que disfrutaría pasar la noche con ella.
—¿Qué le parece? De viva voz ¿Acepta todas nuestras clausulas y términos?
Sam escuchó con cierto miedo, pedir control absoluto sobre los soldados y el resto de la guardia era algo que en el futuro sería la causa de problemas mayores. Mas no podía negarse a las peticiones de quien traería la estabilidad a un país que ya había sufrido mucho por la guerra y las sequías.
—Todo lo que usted ha dicho me parece perfecto —dijo mientras trataba de parecer de acuerdo a lo que había escuchado —Cláusula última —mordió su labio inferior y cerró sus ojos antes de continuar hablando —El matrimonio dura hasta que ambos lo vean conveniente.
Sam se soltó el cabello, incomoda y tratando de hacer más tiempo.
—Los hijos deben ser un accidente, ninguna parte acepta procrear a menos que pueda ser evitado.
Al momento en el que la pelirroja tocó esa cláusula, Giovanni comenzó a quitarse la ropa que traía puesta.
—Bien… Entiendo muy bien las clausulas y las acepto, pero me gustaría que al menos intentamos llevarnos bien —el Kōri se detuvo por un momento mientras se quitaba sus pantalones. Algo entonces despertó un vago sentido en su memoria, detonado por un leve aroma que había sentido al estar cerca de la hija de su prometida.
El kōri no pudo evitar sonreír entre sombras al empezar a atar cabos en su mente. Finalmente, a paso lento, Giovanni se acercó por detrás a Samantha, colocando sus dos manos sobre los hombros de la lastnik. A pesar de no estar haciendo presión sobre ella, estaba seguro de que la pelirroja sentía la necesidad de no moverse.
—Pero también me es sumamente interesante el cómo alguien como usted puede haber luchado contra la dominación de los shibō y aún así tener en su corte a alguien que huele casi como ellos.
Con cada una de esas palabras, Giovanni se agachaba un poco, acercando su rostro a la oreja de la lastnik, hasta que este quedó a su lado, casi reposando su barbilla sobre la mano izquierda que se posaba en el hombro del mismo lado de Samantha.
—Parece que tenemos un problema y como futuro esposo me gustaría estar al tanto de dicho problema.
Con una voz baja, el audaz kōri susurró directamente al oído de su futura esposa.
—¿O es mentira que su hija tiene al menos es como ellos?
Incomodidad, no había otra para describir el sentir de la pelirroja ¿pero quien no se sentiría así cuando un extraño toma libertades como aquellas?
—¿De qué habla, mi señor? ¿Qué tiene que ver en este asunto? —su voz podía escucharse nerviosa, su ritmo cardíaco pareció elevarse al tener presente que aquel hombre pertenecía a la raza kōri he intento desviar el tema al mismo tiempo que buscaba la forma o una excusa para alejarlo de su persona —por favor, volvamos a las clausulas.
A Sam le sorprendió el hecho de que advirtiera el detalle que muchos habían dejado pasar, que Juliette no solo era su hija, si no también la de un shibō.
Giovanni no se alejó de ella. En todo momento mantenía cierta presión sobre ella con lo que había mencionado y se notaba que en verdad le preocupaba a la pelirroja la seguridad de todos los miembros de su familia cercana.
—No quisiera que sintiera que ahora estás bajo la presión de que pueda saber algo sobre alguno de sus familiares. Soy un Kōri, eso todos lo saben, pero no soy tan desalmado como para arremeter contra una niña y menos contra la hija de mi futura esposa.
Giovanni fue bajando sus manos por los brazos de Sam y pronto decidió tomarla por la cintura y atraerlo a él. Olía tan bien, casi como si fuera un banquete divino el que tuviera entre sus brazos y no pudo evitar cerrar sus ojos por un momento, quizás imaginando que ella le tenía cierto aprecio y esa situación no era obligada.
Pasó sus manos por el vientre plano de su nueva pareja y fue subiendo poco a poco hasta que tomó en sus manos los grandes pechos de Sam, los cuales fue acariciando hasta que los pezones se pusieron duros.
No podía verlos por la posición en la que estaban, pero cuánto deseaba meter al menos uno de ellos en su boca. La cual, llevo al cuello de la pelirroja, besando y succionando cuando veía la ocasión, disfrutando de su aroma y de los rizos que le hacían cosquillas en sus mejillas.
Por su parte, Sam no estaba disfrutando de aquel encuentro. Solo pensaba que al menos su bebé estaría segura. Al menos no tendría un destino como el de tantos niños en aquella noche tan triste, pero no pudo evitar llorar cuando sintió las caricias de Giovanni contra su piel.
Las manos eran suaves, no le querían causar algún daño, pero no eran las de “Él” y Giovanni no tardó mucho en notarlo.
Había estado tan ensimismado en su propio placer que no se dio cuenta de las lágrimas hasta que una le cayó en la mano y se sintió mal por su pareja. Así que se separó de ella y fue a la cama, de la que quitó una sábana, que usaría para cubrir a Sam.
—No pienso obligarla —dijo con pena mientras comenzaba a vestirse.
Sam se sintió aún más aterrada al escucharlo. Si no cumplía con el acuerdo, perdería todo.
—¿Está rechazando el acuerdo? —quiso saber mientras sujetaba la tela que cubría su cuerpo.
—No —Giovanni se acomodó la camisa y de nuevo se acercó a ella —Pero tampoco pienso forzarla.
Besó los labios de Sam. Apenas fue un roce, pero para él fue suficiente y hecho eso, salió de la habitación, dejándola muy desconcertada.