Las pesadillas de una lastnik

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Capítulo VI: Dolor emocional.

—Que desagradable.

Un gesto de absoluta desaprobación que casi roza con el repudio absoluto, eso era lo que reflejaba el semblante del jerarca quien observaba fijamente cada trazo pintado sobre la piel de quien él consideraba como su eterna propiedad.

—Aunque es halagador, hasta cierto punto... —sus diálogos eran calmos y dominantes; la misma voz ronca que hace muchos ayeres le había ordenado colocarse de rodillas ahora la juzgaba enteramente, recordándole que seguía siendo suya, que solo él y nadie más podía emitir juicio alguno sobre como se veía, porque si ha de verse será para el naslov, para nadie más.

—Cometiste la ofensa de marcarte sabiendo que volverías a verme ¿No es así? Cometiste ese acto de resistencia sabiendo que, eventualmente, volverías a mi.

Cruzó las manos frente a si mismo solo para mostrarle que traía los mismos anillos que alguna vez marcaron su virginal piel, que alguna vez le tocaron donde nadie más lo había hecho ni haría de forma igual.

—Y aquí estás, tantos años después, justo como la primera vez.

Amenazante; todo en él era de esa forma: Desde la forma en que la miraba hasta la seguridad con la que hablaba, todo parecía emanar una continua sensación de poderío, de supremacía, sobre todo porque tenía a su poder y mando lo más preciado de ella, de quien una vez fue "su niña".

Danielle pudo sentir un ligero escalofrío al escuchar a quien en un pasado fue su verdugo, quien durante mucho tiempo le hizo confundir lo que realmente significaban los placeres de la carne, aquel ser que se había llevado su pureza dejando atrás a una persona insensible ante el dolor y con el único sentimiento digno de admirar en un zrak; El odio.

Pero eso no encontró comparación a cuando esos anillos fueron contemplados por sus ojos, el dolor causado por ellos al rozar la piel de su zona íntima aún le causaba un inquietante miedo, más sabia que no debía mostrar sus emociones, aquel hombre podría aprovecharse de ello y torturar aun mas su debió sistema emocional.

Danielle mordió su lengua en el proceso de recrear en su mente las palabras adecuadas con las que debía dirigirse a aquella bestia en piel de hombre, sus hijas estaban en peligro y no podía arriesgarlas aún mas. Era bien sabido que con un tronar de los dedos aquel hombre podría decretar la muerte o la liberación de un prisionero. Observó como el contemplaba con desagrado aquellos dibujos que ella amaba, y por un momento sonrió mentalmente hasta que escucho la segunda parte de su diálogo.

Él no había cambio físicamente, ella puede que un poco. Habían pasado muchas décadas desde el día en que huyó de aquel palacio después de que su niña enfermara, su rostro había adquirido rasgos de madurez, pero aún conservaba aquel aire de adolecente, su rostro continuaba siendo delicado así como el resto de su piel. Solo que ya no era una virgen como la primera vez que había estado ante la presencia de el naslov, por su cuerpo habían pasado las manos de incontables amantes o compañeros de una noche. Hombres que la habían hecho olvidar por al menos unas horas las experiencias con su antiguo amo y a quienes había renunciado después de contraer matrimonio.

Cuando al fin logro encontrar las palabras adecuadas, miro fijamente a los ojos de el moreno y sonrió con arrogancia.

—Los problemas que conciernen a mi piel no le pertenece, si acaso a mi esposo, pero a el parecen gustarle, de lo contrario no hubiera permitido que la madre de sus hijas los conservará —observó el efecto que causaban sus palabras y continuó —la única razón porque la que estoy frente a su presencia ya no es como una esclava, he venido por las niñas que usted me a quitado, ahora le suplico que las entregue o los países aliados atacarán el suyo.

Cada palabra fue atentamente escuchada, como si le concediese el favor de su atención aún cuando para él, todo lo pronunciado, no eran más que tonterías y sin sentido.

A pesar de los años y las jerarquías, del tiempo transcurrido e incluso las tensiones geopolíticas, en la mente del jerarca, frente a sus ojos, no había más que una esclava a la cual tomar cuando se le apeteciese; una niña a la cual tomar una y otra y otra vez, hasta el hartazgo vil o el desfallecer.

—Eso solo habla de tu debilidad al escoger a quien pertenecer y solo refuerza lo que siempre he creído de ti —la sonrisa maliciosa acompañó su repuesta, mientras se notaba como la arrogancia innata entraba a sus pulmones con cada respiro antes de hablar —Tú no estás calificada para tomar esas decisiones —cerró los ojos por breves instantes, sumamente confiado —Por eso te traje aquí, a donde perteneces. Te concedí el favor de la prosperidad abundante ajena a tus estúpidos criterios.

En pie; Gallardo e imponente así como firme, siempre soberbio, revestido por telas blancas y puras que ondean levemente cuando aquel se yergue en su esplendor amenazante, casi sublime —Hoy, como una excepción a las leyes que he escrito en oro sobre la tierra más próspera del mundo, te recibo nuevamente; Se grata y gentil con mi veredicto.

Levantó ambas manos como si apuntara al cielo, dando una orden inmediata, precisa y preparada pues inmediatamente el llanto de un infante se escuchó venir desde los más lejanos aposentos con el fin de recordarle lo que podía perder, lo que estaba en juego y que no mostraría titubeo alguno en su determinación de someterla.

—No hay alianza que supere mis tropas, ni monarca que supere mis proezas. ¿Quien va a apoyarte en esta tontería? ¡Y peor aún! No hay ejército alguno que sea más rápido que la sangre saliendo del cuello de un infante.

—¡No! ¡No las dañes! —gritó con desesperación la pelirroja, no podía perderlas de nuevo, dos años habían pasado desde que las niñas habían sido sustraídas de su cuidado y llevadas a los brazos de su padre. Durante ese tiempo se había lamentado el no poder verlas crecer, lamentaba sus errores he incluso se lamento su debilidad al rechazarlas por una simple depresión. Ni siquiera a la hija que había tenido a causa de las violaciones a manos del moreno la había tratado diferente que a las gemelas, no le importó como había llegado a su vida, lo único que tomó en cuenta era que tenía su misma sangre y que debía protegerla. Ahora debía hacer lo mismo con sus hijas menores.

—¡Por favor, haré lo que pidas! —exclamó al no poder soportar los llantos de las niñas —lo que sea, solo no les hagas nada.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas y la arrogancia se fue de su rostro al imaginar lo peor, sin duda el estaría orgulloso de el daño causado a su persona, pero eso no le importaba, solo quería mantenerlas a salvo hasta que alguien se diera cuenta de que la lastnik había desaparecido y enviarán soldados a buscarla.

—No me importa lo que sea, que no les hagan daño a mis niñas, ellas no tienen la culpa de mis errores y mucho menos deben pagar por mi pecado —por primera en casi vente años estaba rogando y atrás había quedado la fachada de arrogancia que habían conocido sus sirvientes —si no logro el favor a tus ojos, al menos hazlo por el alma de la que fue nuestra hija.

Bajó sus brazos y hubo silencio, de inmediato, como si aquello que hubiese provocado el llanto cesara al fin.

—Esa es la actitud que te inculqué —se acercó un poco con tan solo dar un par de pasos y extendió su mano ornamentada para acariciar la mejilla de la pelirroja con los mismos anillos que en el pasado la ultrajaron.

Y ahí estaba de nuevo: La misma lágrima sumisa y retraída, inocente, fría. —Todos en esta tierra son hijos míos. No siento pena por aquellos que nacieron bajo mi favor, mucho menos por quienes llevaron mi sangre —La caricia se pasó hasta los labios de la mujer, comenzando a acariciar su comisura con el dedo pulgar, como si buscara recoger algunos vestigios de saliva. —Y en ellos solo debe de haber el orgullo de pertenecer a mi linaje, seguramente no necesitarán de más, ni en esta vida ni en la otra.

Pronto, los sirvientes empezaron a dejar el recinto, uno a uno, brindándole a aquel privacidad y silencio, justo como siempre ha demandado cuando sus encuentros se llevan a cabo. Era como un ritual implícito, como uno de los actos más sagrados del reino que, de ser quebrantado, solo podía traer muerte y cierta desolación para el desvergonzado incapaz de seguir el orden establecido.

—Anda, sorpréndeme con lo que tus malas decisiones te han enseñado. 

 

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