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Capitulo 1: El primer choque.

Santiago Ramírez se había acostumbrado a las ausencias desde muy chico. Ausencias de lujos, de privilegios, de padre.

Tenía apenas seis años cuando la noticia llego como golpe seco que lo dejo sin aire. Su padre Rogelio Ramírez, había muerto en un accidente de la construcción donde trabajaba. Una caída de varios pisos, dijeron. Nadie fue culpable oficialmente, pero todos sabían que la falta de medidas de seguridad en las obras eran una condena silenciosa para los trabajadores pobres.

Su madre, Teresa, no lloro frente a él. No gritó, no se desmoronó. Solo lo abrazó con fuerza esa noche y le dijo con voz temblorosa que todo iba a estar bien. A la mañana siguiente, se levantó a las cinco como siempre y salió a trabajar.

Y desde entonces, Santiago supo que no podía ser un niño como los demás.

Asumió el papel de" hombre de la casa" sin que nadie se lo pidiera. No por que creyera que era su obligación, sino por que veía el cansancio en los ojos de su madre y sentía que no podía quedarse quieto mientras ella lo daba todo. Desde pequeño comenzó a ayudar en la fondita familiar, "comida doña Tere", un localito improvisado en la cochera de su casa, con cuatro mesas de plástico, un refrigerador viejo que hacia un ruido extraño y un menú que cambiaba todos los días según lo que estuviera barato en el mercado.

Era un espacio pequeño, caluroso, con aroma a cebolla frita, epazote y tortillas recién hechas. Pero también era un espacio lleno de esfuerzo, de amor, de comida caliente servida con cariño a trabajadores de la zona, obreros, taxistas y familias humildes del barrio.

Ese era su mundo.

Vivía con su madre y su hermana menor, Lupita, en una casita de dos cuartos paredes delgadas y techo de lámina. Cuando llovía fuerte, debían poner cubetas para evitar goteras y a veces los apagones los obligaban a cenar a la luz de una vela. Pero nunca les falto comida, ni afecto.

Desde los diez años, Santiago lavaba platos, servía guisados, hacia recados y ayudaba con las tareas del hogar. A veces dormía solo cuatro horas, pero no se quejaba. Tenía claro que, si quería algo mas en la vida, tendría que ganárselo a pulso.

Y lo hizo.

Fue el mejor alumno de su secundaria, obtuvo premios en concursos de ciencias, redacto ensayos que ganaron menciones honoríficas y fue reconocido por su constancia. A los diecisiete, fue uno de los tres seleccionados de todo el país en obtener la Beca Nacional de Excelencia Académica para estudiar en la Universidad Privada Nuevo Horizonte, la mas prestigiosa del país.

Una universidad donde estudiaban los hijos de empresarios, artistas políticos y herederos de apellidos largos y relojes caros. Una universidad donde nadie como él solía entrar.

—¿Estas seguro que quieres ir ahí, mijo? — le pregunto su madre con preocupación cuando recibió la carta de aceptación —Vas a estar rodeado de gente...diferente,

—Si, ma. Justo por eso quiero ir. No me he partido la espalda todos estos años para seguir en el mismo lugar. Voy a salir adelante. Por ti. Por Lupita. Por mí.

Teresa no dijo nada más. Solo lo abrazó largo rato.

El día que comenzó las clases, Santiago se despertó a las cuatro de la mañana, aún sin creerlo. Se puso su uniforme con cuidado: pantalón oscuro, filipina blanca impecable, y una mochila sencilla que había comprado en el mercado. Caminó hasta el metro con el corazón acelerado, cruzó media ciudad entre transbordos y subidas, y llegó al campus universitario como si estuviera pisando otro planeta.

Autos de lujo estacionados a la entrada. Jóvenes con ropa de diseñador, mochilas que costaban más que el salario mensual de su madre. Perfumes caros. Smartphones de última generación. Santiago tragó saliva, pero no bajó la mirada.

Él sabía quién era. Sabía de dónde venía. Y también sabía por qué estaba ahí.

Tomó su horario y buscó su primera clase, Francés Intermedio, una materia compartida por estudiantes de varias carreras. Entró al aula, saludó al profesor con educación y se sentó en una esquina, observando a su alrededor con atención.

Fue entonces que escuchó la voz por primera vez.

—Mira nada más... ya dejan entrar pobret... becados aquí también.

Santiago giró lentamente. Sentado dos filas delante de él estaba un chico de cabello castaño claro, peinado con precisión milimétrica. Tenía la piel clara, la mandíbula firme y unos ojos color miel que podrían haber sido encantadores, de no ser por la soberbia que los habitaba.

El chico se recargó en su asiento y lo miró con una sonrisita cargada de desdén.

—¿Dijiste algo? —preguntó Santiago, con tono firme pero sereno.

—Nada importante. Solo me sorprende lo mucho que ha cambiado esta escuela. Hace unos años, los becados ni soñaban con entrar.

—¿Y tú quién eres? ¿El portero de la elite? —replicó Santiago, sin bajar la voz.

El otro rio con arrogancia.

—Solo alguien que no quiere que le roben el oxígeno los que vienen a mendigar oportunidades.

Santiago sonrió, pero no con simpatía.

—Pues qué bueno que no vine a pedirte permiso. A ver si tú puedes seguir el ritmo, ricachón.

El ambiente en el aula se tensó. Algunos estudiantes se voltearon a mirar. Otros se rieron nerviosamente. Y justo cuando parecía que iban a seguir discutiendo, el profesor entró al salón.

El chico castaño giró hacia el frente sin decir más, pero Santiago notó que sus hombros estaban tensos. Había logrado incomodarlo. No lo hizo por orgullo, sino por justicia. Nadie tenía derecho a mirarlo por encima del hombro.

Ese día, Santiago regresó a casa exhausto. Apretó los dientes en el metro, y cuando llegó a la fondita, su madre lo recibió con una sonrisa preocupada.

—¿Cómo te fue, hijo?

—Bien... —dijo, dejando la mochila sobre una silla—. Aunque ya tuve mi primer encontronazo.

—¿Qué pasó?

Santiago suspiró. Se sentó frente a ella y le contó todo, desde los comentarios hasta el enfrentamiento.

—No me gusta que te hablen así, mi amor —dijo Teresa, tomándole las manos—. Pero hiciste bien. No dejes que te pisen.

—No lo haré. Yo no me dejo intimidar por niños mimados con coche del año. Pero... no te voy a mentir, ma. Me dio coraje. Me dio impotencia. Porque... yo sé que me lo gané. Que trabajé por estar ahí. Y, aun así, sienten que no pertenezco.

—Es que no perteneces a su mundo, mijo. Tú perteneces al tuyo. Y estás abriendo camino para que ese mundo también tenga lugar para gente como tú. No lo olvides.

Santiago respiró profundo. Abrazó a su madre.

—Te juro que no voy a rendirme.

—Eso es todo lo que necesito escuchar.

Esa noche, Santiago no pudo dormir del todo. Se revolvía en su cama pensando en el tipo de mirada que había recibido, en el tono burlón con el que lo habían llamado "pobretón".

Cristian. Había escuchado el nombre cuando la profesora lo mencionó al pasar lista. Cristian de la Vega. Sonaba como un apellido sacado de una telenovela. Y probablemente lo era.

Pero Santiago no tenía intención de dejarse pisotear por él ni por nadie. Había llegado ahí por mérito propio, y se iba a quedar hasta graduarse. Iba a salir adelante. Y si para lograrlo tenía que enfrentarse a tipos como Cristian, pues que se prepararan, porque no pensaba agachar la cabeza ante nadie.

Al día siguiente, se levantó antes que el sol, ayudó a su madre a preparar los chilaquiles del desayuno en la fondita, acompañó a su hermana a la secundaria y se fue nuevamente a clases.

Con la frente en alto. Y el corazón en pie de lucha.

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