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Dos mundos un amor
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"DOS VIDAS, UN AMOR" es una novela romántica BL que sigue la historia de Cristian, un joven de familia adinerada, y Santiago, un estudiante becado, que se encuentran en una universidad privada en México. A pesar de sus diferencias sociales y económicas, los dos chicos comienzan a desarrollar una conexión emocional profunda, desafiando los prejuicios y expectativas de sus entornos.

A medida que su relación crece, Cristian y Santiago deben enfrentar los desafíos de sus mundos opuestos y aprender a aceptarse mutuamente, sin importar las diferencias que los separan. La novela explora temas de amor, identidad, clase social y superación personal, ofreciendo una visión auténtica y emotiva de la experiencia universitaria y el amor entre dos jóvenes de diferentes mundos.

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—KrisBK :P

#concursoliterario #librobl #drama #mexicano

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Capitulo 3: Sabor a esfuerzo

Había pasado una semana desde que Santiago comenzó su vida universitaria, pero para él, los días parecían meses. Cada jornada era un desfile de primeras veces, primeras clases, primeras recetas, primeros roces... y primer enemigo.

La Universidad Nuevo Horizonte era un lugar brillante, con salones amplios, cocinas profesionales, profesores que hablaban con palabras técnicas y estudiantes que no tenían que preocuparse por nada más que por elegir entre sushi o ensalada gourmet en la cafetería. Y él, Santiago Ramírez, era la anomalía del sistema, un chico de barrio, moreno, ojos oscuros, con manos que sabían más de cacerolas que de computadoras, y con una mochila llena de sueños que pesaban más que cualquier libro.

Sus clases en Gastronomía eran, en esencia, lo que había soñado. Aprendía a picar con precisión milimétrica, a respetar el tiempo de cocción de cada verdura, a reconocer el aroma justo de una cebolla caramelizada. En la materia de Técnicas Culinarias I, se sentía como en casa, cuchillo en mano, concentrado, disciplinado.

—No te distraigas, Ramírez —le dijo el chef instructor, un hombre robusto y de mirada severa—. Cada corte debe ser exacto. Si no puedes controlar el cuchillo, no puedes controlar la cocina.

—Sí, chef —respondió Santiago sin levantar la vista de la zanahoria que estaba cortando en julianas.

La cocina universitaria era enorme, con estaciones de trabajo de acero inoxidable, hornos industriales, refrigeradores llenos de ingredientes frescos, y una atmósfera que olía a ajo y determinación. Allí no importaban las marcas de ropa o los apellidos, solo las habilidades. Al menos, eso quería creer.

En contraste, las clases de francés e inglés eran otro infierno.

Ahí estaba Cristian de la Vega, sentado siempre en la misma silla, piernas cruzadas con elegancia, luciendo sus zapatos carísimos como si estuviera en una pasarela y no en una clase de idiomas. Dominaba el francés como si hubiera nacido en París, y no perdía oportunidad para dejarlo claro. Mucho menos para burlarse de Santiago con comentarios camuflados en ese idioma.

—Il n'a même pas la prononciation correcte (Ni siquiera tiene la pronunciación correcta)—soltó una vez en medio de una lectura en voz alta, sin molestarse en disimular su tono burlón.

Santiago lo fulminó con la mirada.

—¿Qué dijiste imbécil?

Cristian sonrió con soberbia.

—Nada, solo decía que es admirable que lo intentes. Para alguien como tú, claro.

Santiago apretó los puños, pero no respondió. No porque no pudiera defenderse, sino porque sabía que eso era lo que Cristian quería provocarlo, hacerlo quedar como el becado agresivo e impulsivo. Y él no iba a darle ese gusto.

La rutina se instaló pronto. Clases de cocina por la mañana, idiomas por la tarde. A veces ayudaba en la fondita por las noches, y aun así encontraba tiempo para estudiar, para leer, para hacerle las tareas a Lupita.

Pero lo mejor de esa semana no fueron las clases. Fueron ellos, Valeria y Julián.

A Valeria la conoció en la segunda clase de Bases de Panadería. Era una chica de cabello rizado, piel morena, sonrisa constante y energía contagiosa. Desde el primer momento que le habló, parecía que lo conocía de toda la vida.

—¡Ay, por fin alguien con cara decente! Todos aquí parecen modelos o robots —dijo mientras se ponía el mandil—. ¿Tú también estás en Gastronomía o te perdiste buscando la clase de Física Cuántica?

—Gastronomía. Soy Santiago —respondió él, algo sorprendido por su desparpajo.

—¡Encantada! Valeria Villaseñor, amante del pan y de los chismes jugosos.

Desde ese momento, fue imposible despegarse de ella.

Julián, en cambio, era todo lo contrario. Tímido, reservado, de voz baja pero mirada inteligente. Cabello negro, pero de piel pálida, Se conocieron durante una clase de preparación y cocción de vegetales. El chef había pedido formar equipos de tres, y Valeria, sin preguntar, los juntó a los tres.

—Perfecto. El tímido, el serio y la extrovertida. ¡Vamos a ser el mejor equipo, lo decreto! —exclamó.

Y así fue.

—Recuerda, el cuchillo se mueve, pero tus dedos deben mantenerse curvados. No queremos dedos en la sopa —dijo Julián suavemente mientras le mostraba a Valeria cómo cortar un pimiento.

—¡Ay! Ya sé que soy torpe, pero no me regañes con voz dulce, que me da ternura —respondió ella, haciendo una mueca divertida.

Santiago sonrió mientras removía las zanahorias al vapor en su estación.

—Yo me encargo del salteado. ¿Tú puedes hacer la reducción con el fondo claro, Julián?

—Claro.

Y así, sin darse cuenta, formaron un equipo sincronizado. Julián tenía una precisión técnica impresionante. Valeria no cocinaba bien aún, pero tenía un paladar fino para detectar sabores. Y Santiago... tenía hambre de aprender, manos rápidas y un amor genuino por la cocina que nacía de años de ayudar a su madre.

Cuando terminaron la práctica, el chef los miró con aprobación.

—Buen trabajo, equipo. El salteado está en su punto, la reducción tiene el espesor adecuado y los vegetales mantienen su color y textura. Esto... es cocina con sentido.

Santiago sintió un calor especial en el pecho. Por primera vez desde que empezó la universidad, se sintió parte de algo.

Pero la calma nunca duraba demasiado.

—¿Ya hiciste equipo con los otros becados? —preguntó Cristian un par de días después al verlo salir de la clase con Valeria y Julián—. ¿O estás juntando a tu escuadrón de los marginados?

—¿No te cansas de ser así de patético? —le lanzó Valeria, sin pensarlo.

—Tranquila, Barbie económica —respondió Cristian, sin siquiera mirarla—. Esto es entre él y yo.

—No, no lo es —replicó Santiago, serio—. Tú solo no soportas que no me arrodille como los demás. Pero sigue hablando. Algún día vas a atragantarte con tu propio ego.

Cristian frunció el ceño por una fracción de segundo, y luego se dio media vuelta sin responder.

Valeria se cruzó de brazos.

—¿Siempre fue así de insoportable?

—Desde que lo conocí —dijo Santiago.

Julián no dijo nada, pero asintió con la cabeza.

El resto de la semana pasó entre prácticas, exámenes cortos, degustaciones, y recetas básicas. Hicieron pan de agua, croissants imperfectos, y aprendieron a controlar la cocción del arroz para que quedara al dente.

Santiago absorbía cada clase como si fuera oro molido. Sabía que estaba en desventaja, sus compañeros tenían acceso a libros caros, talleres privados, y cocinas equipadas en casa. Pero él tenía algo más; necesidad. Hambre. No solo de comida, sino de cambio.

—Hoy no ayudaste en la fondita, ¿todo bien? —le preguntó su madre por teléfono una noche.

—Sí, ma. Solo estoy muerto. Pero aprendí a hacer pan, ¡pan de verdad! Me salió horrible, pero el chef me dijo que voy por buen camino.

—Tú vas por el mejor camino, mijo. Sigue así.

El viernes llegó con una sorpresa. En clase de francés, la profesora propuso una actividad, formar equipos de dos y tener una conversación básica en francés frente a todos. Santiago rodó los ojos. Él apenas entendía lo que decían.

—Como somos número impar —dijo la profesora—, uno de ustedes hará la actividad conmigo.

Todos giraron hacia Santiago.

—Quelle surprise, —susurró Cristian con voz burlona—. Le roi des pauvres va parler avec la prof. (El rey de los pobres hablará con la profesora).

Santiago tragó saliva, respiró hondo, y cuando le tocó el turno, se levantó con dignidad. No lo hizo perfecto. Su pronunciación fue torpe. Su gramática, básica. Pero habló. Y la profesora sonrió.

—Muy bien, Santiago. Mejoraste respecto a la semana pasada.

Cuando volvió a su asiento, Cristian lo miró de reojo con una sonrisa torcida.

—Tu essaies, c'est mignon. (Lo intentas, es tierno.)

—Et toi, tu parles bien, mais tu restes un imbécile. —respondió Santiago sin mirarlo. (Y tú, hablas bien, pero sigues siendo un imbécil.)

Cristian abrió los ojos con sorpresa, pero no respondió.

Valeria, desde el otro lado del aula, le guiñó el ojo a Santiago.

—¿Desde cuándo hablas francés? —le preguntó después.

—No lo hablo. Solo aprendí esa frase para devolvérsela cuando llegara el momento.

—¡Eres mi nuevo héroe!

Ese fin de semana, Santiago llegó a casa con las manos cubiertas de harina y olor a cebolla, pero con una sonrisa leve. Por primera vez, sentía que empezaba a pertenecer.

No al mundo de Cristian. No al de los autos de lujo y los apellidos largos. Sino al mundo de la cocina, de las manos que crean, de los equipos que se construyen sin importar de dónde vienes.

Y aunque la batalla con Cristian estaba lejos de terminar, Santiago ya no estaba solo.

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Capitulo 2: Lujo Vacío

Cristian de la Vega despertó sin necesidad de la alarma. Como todos los días, sus ojos se abrieron justo a las 6:30 a.m., entrenados por años de rutinas impuestas y expectativas altísimas. Con un movimiento perezoso, activó desde su celular las cortinas automáticas del departamento. La luz entró despacio, bañando los pisos de mármol blanco y los muebles de diseñador con ese brillo perfecto que le gustaba tanto.

Se sentó en la cama King size, frotándose el rostro antes de ponerse en pie. Estaba en su departamento privado, a solo diez minutos de la Universidad Privada Nuevo Horizonte. Su padre se lo había rentado como "inversión para su comodidad", aunque Cristian sabía que en realidad era una forma elegante de quitarle del medio en casa.

Al entrar en la cocina, ya lo esperaba Ana, como siempre.

—Buenos días, señor Cristian —saludó ella con su voz tranquila, vestida con su uniforme blanco y su delantal limpio.

—Buenos días, Ana —respondió él sin mucho ánimo. Abrió su celular mientras se sentaba a la mesa. Enseguida le sirvieron su desayuno, café con leche de almendras, jugo de toronja fresco, pan tostado con aguacate, y una mezcla de frutas.

Ana era la única que había estado con él desde que tenía memoria. Mucho más presente que sus propios padres. Sabía cuándo le dolía algo, cuándo estaba de mal humor y hasta cuándo fingía estar bien. Aunque Cristian nunca lo admitiera, dependía de ella más de lo que creía.

—¿Se queda a comer hoy, joven?

—No sé. Tengo francés y luego reunión con los del proyecto. Quizá coma en el campus.

—Muy bien. Le dejo algo preparado por si cambia de opinión.

Cristian no respondió. Se limitó a asentir mientras revisaba su cuenta de Instagram, donde las fotos del fin de semana seguían acumulando likes, una botella de champán, él tomando el sol en la cubierta del yate, sus amigos riendo, dos chicas en bikini posando a su lado. El fin de semana había sido perfecto. Su papá les había prestado el yate para navegar por la costa de Cancún. Tres días de fiesta, risas, alcohol y selfies en altamar.

No pensaba en las clases, mucho menos en las tareas. Para él, era un descanso merecido. Después de todo, su apellido garantizaba que siempre caería de pie.

O eso creía.

Cristian llegó a clases como de costumbre, conduciendo su Audi negro con los cristales polarizados. Aunque vivía a solo diez minutos de la universidad, jamás iría caminando. No era solo por comodidad; era por imagen. Tenía una reputación que mantener.

Estudiaba Administración de Empresas, una decisión más heredada que elegida. Su padre era Alejandro de la Vega, uno de los empresarios más conocidos del país. Su madre, Regina Aguirre, trabajaba como directora de relaciones públicas en la misma empresa familiar. Desde pequeño, Cristian supo que estaba destinado a seguir sus pasos.

Él no había elegido el camino. El camino lo había elegido a él.

Ese lunes tenía Francés Intermedio. Entró al salón con paso seguro y se sentó en la primera fila, como siempre. Pero algo, o más bien, alguien, llamó su atención de inmediato, un chico nuevo, al fondo del salón, con mochila vieja y ropa sencilla. No parecía pertenecer a ese lugar. No hablaba con nadie. Observaba todo con una mezcla de alerta y orgullo que desentonaba con el aire despreocupado de los demás estudiantes.

Cristian soltó una media sonrisa cargada de desprecio y murmuró, lo suficientemente alto para ser escuchado.

—Qué raro... ya dejan entrar pobret... becados aquí también.

El otro levantó la mirada. Ojos oscuros, serios, intensos.

—¿Dijiste algo?

Cristian no se inmutó.

—Nada. Solo pensaba en lo inclusiva que se ha vuelto esta universidad.

—Pues prepárate —respondió el chico, sin parpadear—, porque algunos de nosotros no solo venimos a calentar la silla. A veces hasta pensamos.

Cristian arqueó una ceja. Qué raro. No estaba acostumbrado a que le respondieran así.

—No te emociones, pobretón. Una beca no te vuelve interesante.

—Y el dinero no te vuelve inteligente —replicó el otro, con una sonrisa irónica—. Pero seguro eso ya lo sabías.

Antes de que pudieran seguir, el profesor entró al aula. Ambos se giraron hacia el frente, pero el aire entre ellos quedó tenso, cargado de electricidad.

El nombre del chico, Cristian lo sabría más tarde, Santiago. Y aunque en ese momento no lo sospechaba, ese encuentro iba a cambiarle la vida.

Ese mismo día, al llegar al departamento, Cristian encontró una sorpresa: su padre lo estaba esperando en la sala.

—Papá... ¿Qué haces aquí?

Alejandro de la Vega, siempre impecable con su traje azul marino y mirada de acero, se puso de pie.

—Me bajé del helicóptero hace una hora. No me gusta hablar de cosas importantes por teléfono.

Cristian tragó saliva. Algo no andaba bien.

—¿Pasó algo?

—Sí. Tus calificaciones.

El empresario arrojó sobre la mesa una carpeta con impresiones. Cristian la reconoció: el reporte académico. Se encogió de hombros.

—Solo bajé un poco en contabilidad y derecho...

—¡Dos materias clave, Cristian! —interrumpió Alejandro, alzando la voz—. ¿Y sabes por qué bajaste? Porque el fin de semana estabas en mi yate, gastando mi dinero, rodeado de gente que no te aporta nada.

—Fue solo un descanso, papá...

—No necesitas descanso. Necesitas disciplina. ¿Tú crees que así vas a dirigir una empresa?

Cristian apretó la mandíbula. Estaba acostumbrado a los regaños, pero ese día había algo más en la mirada de su padre: decepción.

—A partir de esta semana, Ana se regresa a casa. No voy a seguir pagándote una niñera para que no hagas nada. Quiero que te hagas cargo de este departamento. Que cocines, limpies, laves tu ropa, y aprendas lo que es vivir solo de verdad.

Cristian se puso de pie, molesto.

—¿Es en serio? ¿Ese es tu castigo?

—No es un castigo. Es una oportunidad. Para que madures. Si no puedes manejar tu propia vida, no puedes manejar una empresa.

Cristian quiso responder, pero no dijo nada. Sabía que discutir con su padre solo empeoraría las cosas. Alejandro tomó sus cosas y se marchó sin mirar atrás.

Cristian se dejó caer en el sofá. Por primera vez, sintió que su vida perfecta empezaba a desmoronarse un poco. Y lo peor era que... tal vez su padre tenía razón.

Esa noche, al quedarse solo por primera vez, el departamento se sintió más frío, más grande, más vacío. Sin Ana, sin orden, sin comida caliente. Solo él y sus pensamientos.

Y el recuerdo molesto de ese becado con mirada desafiante, que no se había dejado intimidar. Ese tal Santiago.

Cristian sonrió, con una mezcla de fastidio y curiosidad.

No podía evitarlo. Algo en ese chico le había picado el orgullo.

Y eso, en su mundo, era el inicio de algo grande.

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Capitulo 1: El primer choque.

Santiago Ramírez se había acostumbrado a las ausencias desde muy chico. Ausencias de lujos, de privilegios, de padre.

Tenía apenas seis años cuando la noticia llego como golpe seco que lo dejo sin aire. Su padre Rogelio Ramírez, había muerto en un accidente de la construcción donde trabajaba. Una caída de varios pisos, dijeron. Nadie fue culpable oficialmente, pero todos sabían que la falta de medidas de seguridad en las obras eran una condena silenciosa para los trabajadores pobres.

Su madre, Teresa, no lloro frente a él. No gritó, no se desmoronó. Solo lo abrazó con fuerza esa noche y le dijo con voz temblorosa que todo iba a estar bien. A la mañana siguiente, se levantó a las cinco como siempre y salió a trabajar.

Y desde entonces, Santiago supo que no podía ser un niño como los demás.

Asumió el papel de" hombre de la casa" sin que nadie se lo pidiera. No por que creyera que era su obligación, sino por que veía el cansancio en los ojos de su madre y sentía que no podía quedarse quieto mientras ella lo daba todo. Desde pequeño comenzó a ayudar en la fondita familiar, "comida doña Tere", un localito improvisado en la cochera de su casa, con cuatro mesas de plástico, un refrigerador viejo que hacia un ruido extraño y un menú que cambiaba todos los días según lo que estuviera barato en el mercado.

Era un espacio pequeño, caluroso, con aroma a cebolla frita, epazote y tortillas recién hechas. Pero también era un espacio lleno de esfuerzo, de amor, de comida caliente servida con cariño a trabajadores de la zona, obreros, taxistas y familias humildes del barrio.

Ese era su mundo.

Vivía con su madre y su hermana menor, Lupita, en una casita de dos cuartos paredes delgadas y techo de lámina. Cuando llovía fuerte, debían poner cubetas para evitar goteras y a veces los apagones los obligaban a cenar a la luz de una vela. Pero nunca les falto comida, ni afecto.

Desde los diez años, Santiago lavaba platos, servía guisados, hacia recados y ayudaba con las tareas del hogar. A veces dormía solo cuatro horas, pero no se quejaba. Tenía claro que, si quería algo mas en la vida, tendría que ganárselo a pulso.

Y lo hizo.

Fue el mejor alumno de su secundaria, obtuvo premios en concursos de ciencias, redacto ensayos que ganaron menciones honoríficas y fue reconocido por su constancia. A los diecisiete, fue uno de los tres seleccionados de todo el país en obtener la Beca Nacional de Excelencia Académica para estudiar en la Universidad Privada Nuevo Horizonte, la mas prestigiosa del país.

Una universidad donde estudiaban los hijos de empresarios, artistas políticos y herederos de apellidos largos y relojes caros. Una universidad donde nadie como él solía entrar.

—¿Estas seguro que quieres ir ahí, mijo? — le pregunto su madre con preocupación cuando recibió la carta de aceptación —Vas a estar rodeado de gente...diferente,

—Si, ma. Justo por eso quiero ir. No me he partido la espalda todos estos años para seguir en el mismo lugar. Voy a salir adelante. Por ti. Por Lupita. Por mí.

Teresa no dijo nada más. Solo lo abrazó largo rato.

El día que comenzó las clases, Santiago se despertó a las cuatro de la mañana, aún sin creerlo. Se puso su uniforme con cuidado: pantalón oscuro, filipina blanca impecable, y una mochila sencilla que había comprado en el mercado. Caminó hasta el metro con el corazón acelerado, cruzó media ciudad entre transbordos y subidas, y llegó al campus universitario como si estuviera pisando otro planeta.

Autos de lujo estacionados a la entrada. Jóvenes con ropa de diseñador, mochilas que costaban más que el salario mensual de su madre. Perfumes caros. Smartphones de última generación. Santiago tragó saliva, pero no bajó la mirada.

Él sabía quién era. Sabía de dónde venía. Y también sabía por qué estaba ahí.

Tomó su horario y buscó su primera clase, Francés Intermedio, una materia compartida por estudiantes de varias carreras. Entró al aula, saludó al profesor con educación y se sentó en una esquina, observando a su alrededor con atención.

Fue entonces que escuchó la voz por primera vez.

—Mira nada más... ya dejan entrar pobret... becados aquí también.

Santiago giró lentamente. Sentado dos filas delante de él estaba un chico de cabello castaño claro, peinado con precisión milimétrica. Tenía la piel clara, la mandíbula firme y unos ojos color miel que podrían haber sido encantadores, de no ser por la soberbia que los habitaba.

El chico se recargó en su asiento y lo miró con una sonrisita cargada de desdén.

—¿Dijiste algo? —preguntó Santiago, con tono firme pero sereno.

—Nada importante. Solo me sorprende lo mucho que ha cambiado esta escuela. Hace unos años, los becados ni soñaban con entrar.

—¿Y tú quién eres? ¿El portero de la elite? —replicó Santiago, sin bajar la voz.

El otro rio con arrogancia.

—Solo alguien que no quiere que le roben el oxígeno los que vienen a mendigar oportunidades.

Santiago sonrió, pero no con simpatía.

—Pues qué bueno que no vine a pedirte permiso. A ver si tú puedes seguir el ritmo, ricachón.

El ambiente en el aula se tensó. Algunos estudiantes se voltearon a mirar. Otros se rieron nerviosamente. Y justo cuando parecía que iban a seguir discutiendo, el profesor entró al salón.

El chico castaño giró hacia el frente sin decir más, pero Santiago notó que sus hombros estaban tensos. Había logrado incomodarlo. No lo hizo por orgullo, sino por justicia. Nadie tenía derecho a mirarlo por encima del hombro.

Ese día, Santiago regresó a casa exhausto. Apretó los dientes en el metro, y cuando llegó a la fondita, su madre lo recibió con una sonrisa preocupada.

—¿Cómo te fue, hijo?

—Bien... —dijo, dejando la mochila sobre una silla—. Aunque ya tuve mi primer encontronazo.

—¿Qué pasó?

Santiago suspiró. Se sentó frente a ella y le contó todo, desde los comentarios hasta el enfrentamiento.

—No me gusta que te hablen así, mi amor —dijo Teresa, tomándole las manos—. Pero hiciste bien. No dejes que te pisen.

—No lo haré. Yo no me dejo intimidar por niños mimados con coche del año. Pero... no te voy a mentir, ma. Me dio coraje. Me dio impotencia. Porque... yo sé que me lo gané. Que trabajé por estar ahí. Y, aun así, sienten que no pertenezco.

—Es que no perteneces a su mundo, mijo. Tú perteneces al tuyo. Y estás abriendo camino para que ese mundo también tenga lugar para gente como tú. No lo olvides.

Santiago respiró profundo. Abrazó a su madre.

—Te juro que no voy a rendirme.

—Eso es todo lo que necesito escuchar.

Esa noche, Santiago no pudo dormir del todo. Se revolvía en su cama pensando en el tipo de mirada que había recibido, en el tono burlón con el que lo habían llamado "pobretón".

Cristian. Había escuchado el nombre cuando la profesora lo mencionó al pasar lista. Cristian de la Vega. Sonaba como un apellido sacado de una telenovela. Y probablemente lo era.

Pero Santiago no tenía intención de dejarse pisotear por él ni por nadie. Había llegado ahí por mérito propio, y se iba a quedar hasta graduarse. Iba a salir adelante. Y si para lograrlo tenía que enfrentarse a tipos como Cristian, pues que se prepararan, porque no pensaba agachar la cabeza ante nadie.

Al día siguiente, se levantó antes que el sol, ayudó a su madre a preparar los chilaquiles del desayuno en la fondita, acompañó a su hermana a la secundaria y se fue nuevamente a clases.

Con la frente en alto. Y el corazón en pie de lucha.

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PROLOGO

La ciudad se despertaba entre el rugir de los motores y el canto insistente de los claxon. En las calles adoquinadas del centro histórico, los vendedores ambulantes desplegaban sus mercancías con sonrisas aprendidas y voces que competían con el bullicio matutino. Estudiantes con mochilas al hombro se abrían paso a prisa entre el caos cotidiano, cada uno con sus propias metas, sus propios sueños,

En medio de ese ir y venir constante, dos mundos coexistían sin tocarse. Habitaban la misma ciudad, pero era como si giraran en orbitas distintas, incapaces de encontrarse sin colisionar.

En una universidad privada, con jardines perfectamente podados y edificios que olían a recién inaugurado, Cristian ajustaba el cuello de su camisa de diseñador frente al espejo. Para muchos era la imagen perfecta del éxito: hijo de empresarios, siempre impecable, siempre seguro. Pero bajo la fachada de perfección, Cristian cargaba con un peso que nadie más veía: las expectativas de una familia poderosa y una vida trazada sin margen de error.

Al otro extremo de la ciudad, donde las banquetas estaban rotas y los colores se desvanecían en las fachadas, Santiago ya había comenzado su día. Entre aromas de guisos recién hechos y el golpeteo metálico de los trastes, ayudaba a su madre en la fondita. Su beca universitaria no era solo un logro, era una promesa, una salida, una esperanza que arrastraba consigo el orgullo de su familia y el temor constante a no encajar en un mundo que no fue hecho para él.

Y es que esa universidad donde los privilegios se notan en cada esquina y la diferencia se siente como muros invisibles; donde sus caminos se cruzan. Una institución que, más que unir, acentúa la distancia entre quienes lo tienen todo y quienes luchan por apenas sostenerse.

Esta es la historia de dos jóvenes que, a pesar de todo, se encuentran. Una historia de rivalidades, prejuicios y heridas que no siempre se ven. Pero también es una historia de transformación, de amor en los lugares menos esperados y de cómo, a veces, las barreras más difíciles de romper no son las sociales, sino las que cada uno construye dentro de sí mismo.

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