El dolor no disminuyó con los meses y el nudo de su garganta tampoco. Aun así, la segunda lastnik de Lindsey tenía muchas obligaciones por cumplir, y un claro ejemplo era que debía estar presente en la iniciación de su prima Danny.
Para Sam, las tradiciones no significaban mucho. Solo eran razones para perder el tiempo y quisiera decir que el viaje hacia Essex fue tranquilo. Pero durante todo el camino, los malos pensamientos no se apartaban de ella. Era como si su único deseo fuera volver a sus aposentos y encerrarse para no causar más daños de los que ya había hecho.
—¿Por qué debo estar presente? —había preguntado a su madre justo cuando estaban por llegar —¿Acaso no es suficiente con enviar a algún emisario?
La lastnik no respondió. Solo mantuvo la mirada fija en la ventana e ignoró la pregunta de su primogénita.
En otros días, poco le hubiera importado a Sam sentirse solo un objeto más de la corona. Pero al sentir tan cercana la muerte de su abuela, le era imposible pensar en otra palabra más que la definiera. Así que dejó su abanico a un lado y acarició el mango de su espada.
Aquel objeto era insignificante para muchos, pero para ella era algo digno de un tesoro. Poco antes lo había heredado de manos de su abuela, como un objeto que pasa de generación en generación, significando a su vez, la esperanza de ser libre de una maldición que nunca se iría sin dar batalla.
Porque cada generación de los Bathory está maldita, condenada a nunca tener paz, pero se dice que la maldición terminará algún día, cuando la última lastnik de corazones deje este mundo sin preocupaciones ni penas. Cuando al fin la dinastía Bathory conozca lo que es el verdadero amor, aunque eso es algo que pocos creerían posible, porque la maldición hace que todas las lastnik de corazones queden solteras en cuanto sus parejas las logran ver en su verdadera forma ¿pero quien podría llegar a culparlos? Nunca es fácil ver como una frágil mujer se vuelve un monstruo sediento de sangre y he aquí la razón por la que el apellido ha sobrevivido hasta nuestros días. Incluso la lastnik Elena Bathory estuvo indecisa sobre si su hija debía conservar su apellido, pero al final decidió dejarlo, quizás, con la esperanza de que la niña tuviera más suerte que ella.
Hasta ese día, la maldición estaba siendo débil con Sam. No ocurría muy seguido y las muertes no eran tantas en comparación de una antigua lastnik que asesinó a todos los familiares de aquel hombre que la abandonó. No, Sam solo se deshacía de quienes le causaban un daño profundo, pasando con la institutriz que la maltrato, pero no sin pasar por la mujer que causó el divorcio del zaščitni Jacob y la lastnik Elena. Aunque de eso poco se hablaba, pues la única testigo había sido regalada desde mucho tiempo atrás.
—Bien… —gruñó Sam y volvió la vista hacia la ventana —Puedes ignorarme todo lo que quieras, pero esto no regresará a la abuela.
Para Elena aquello fue un golpe duro y un suspiro casi silencioso salió de ella, como una muestra de su dolor. Aunque para su hija aquello resultó en un gesto de desprecio y molesta pensó en lo mucho que había cambiado su situación desde que la corona le fue entregada.
—Madre… en algún momento tendrás que hablar conmigo.
Sam esperaba algo, quizás no una charla tranquila y amistosa, pero las palabras frías de su madre solo consiguieron herir su orgullo.
—Guarda silencio —ordenó sin voltear a verla —ya estamos por llegar.
—¿Es en serio? ¿Quieres que el tío Piero no se dé cuenta de todo lo que está pasando? —Sam no esperó respuesta, aunque en realidad no la necesitaba —¡Bien! Fijamos que todo es perfecto. Juguemos a la familia perfecta, pero no quiero buitres detrás de mí. Ya no soporto a esos alfa de Rhoswen.
Tampoco obtuvo respuesta, así que sujetó su espada con fuerza, como si ella fuera capaz de detener su enojo y recordó el día en que le fue entregada.
Había sido una noche de primavera cuando su abuela la llevó al jardín de rosas y le explicó en pocas palabras lo que significaba la maldición. Sam nunca lo olvidaría, en ese tiempo temía apenas un ciclo y cuatro años de edad, pero ya era consciente de que algún día le llegaría el momento de gobernar. Incluso su abuela lo sabía, por lo que decidió no entregar la legendaria espada de hielo a Elena, en su lugar, la entregó a su pequeña nieta.
La niña no pasaba mucho tiempo en Lindsey, pero para Juliette era suficiente con tenerla en casa los veranos, aunque era claro que Sam no disfrutaba de la compañía de Elena. La niña no era muy cariñosa, tenía un carácter serio, algo muy adecuado para una futura lastnik, algo de lo que Juliette no podía estar más orgullosa.
Pero Elena, con su carácter sumiso y sus malas decisiones, había significado para la lastnik una absoluta decepción. Sam era su segunda oportunidad, y se prometió a sí misma que aquella niña lograría ser la mejor gobernante para Lindsey. No le importaron los reclamos de su hija, quien al día siguiente encontraría a Sam practicando con la espada, después de todo, no se podía permitir echar a perder una nueva generación.
Sin embargo, lo que para Elena fue uno de los peores días de su vida, para Sam se convirtió en el mejor recuerdo que tendría de su abuela y hasta el día de su coronación, ella amaría el jardín y le tendría un gran respeto a las estatuas. Pero muchos años después, su madre se encargaría de quitarle su lugar sagrado y convertirlo en una fuente de amargura, pues once semanas después de la muerte de Juliette, ordenó a su hija que se presentará en el jardín y allí, justo después de media noche, la sodnik vio algo a lo que ya estaba acostumbrada.
Las estatuas habían cobrado vida como cada año y se hallaban fuera de lugar, algunas en los asientos de piedra, acompañadas de los músicos y otras estaban en el pasto. Por un momento creyó que era un sueño hasta que su madre le indicó que se sentará junto a ella.
—Se lo que planeas hacer.
—¿A que se refiere? —preguntó sin darle mucha importancia.
—Planeas irte a Draconis y nunca volver.
Sam miró al suelo y maldijo por lo bajo al no haber sido tan discreta.
—Si eso es lo que deseas, puedes hacerlo —dijo la lastnik mientras miraba como las estatuas habían dejado sus actividades para prestar atención a sus palabras —Pero todo tiene un precio, la maldición te seguirá a donde vayas, a menos que tomes una decisión.
—¿Qué debo hacer?
Aquella respuesta le dolió a la lastnik, pero sabía que no podría doblegar a su hija.
—Ven… —La lastnik la llevó a la fuente que casi siempre rodeaban las estatuas y allí le señaló la tiara de la lastnik Juliette —Debes tomarla y seguir con la maldición o destruir las estatuas.
Junto a la tiara se encontraba un mazo antiguo, que quizás antes fue hermoso y bañado en oro, pero que para entonces solo se veía algo sucio y a punto de romperse.
—¿Eso es todo?
—Si, solo hay dos formas de romper la maldición y si deseas hacerlo ahora, debes destruir las estatuas. O tomar la tiara y ceder la obligación a tu futura heredera.
Sam lo pensó muy poco y tomó el mazo. No estaba dispuesta a condenar a sus descendientes y mucho menos ver como alguien más sufría por culpa suya. Pero al ver cuál estatua debía destruir primero, sus dudas comenzaron a surgir, porque ante ella no estaba la lastnik que asesinó a tantos hombres o la lastnik que mató a la familia de su esposo. Ante ella se postró la estatua de su abuela, lista para ser destruida. Fue entonces cuando la joven sodnik no pudo más, soltó el mazo y se dio la vuelta para tomar la tiara, aquella misma que antes había pertenecido a sus antepasadas y señalando así, el inicio de su gobierno.