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Él se fue sin aviso, dejando un vacío que ningún abrazo pudo llenar. Ahora, cada esquina tiene un eco de él: la silla vacía en el comedor, el susurro de una canción que le cantaba al dormir. Mientras ella, tan pequeña ante el peso de la ausencia, camina como una sombra de lo que fue.
¿Pero qué era la muerte? Se había preguntado muchas veces.
Sin embargo, un día, Mateo lo comprendió.
Al entenderlo incluso las rosas perdieron color... dichosa elegancia aprisionada por un tétrico semblante de pérdida.
No había sonido que él pudiera escuchar, ni aromas que despertaran su apetito. Los brazos de su madre fueron insuficientes, por esa ocasión, para darle calor y el arrullo de su padre no logró conducirlo al descanso.
Quizás creían que por ser un niño no comprendería la situación... pero lo hacía.
Su abuela no volvería a levantarlo en el aire, no escucharía más su modesta risa.
Fue consumido por una tristeza que no llegó al llanto, únicamente una solitaria y hostil monotonía.