Los shibō eran seres muy temerosos, pero también muy crueles. De eso Mael estaba seguro. A sus escasos tres años había pasado casi de todo a manos de ellos, los conocía muy bien. Sabía que ellos disfrutaban de torturar a los más débiles ¿Y que mejor formar que vendiendo a los niños frente a sus propias madres? Eso era justo lo que estaba ocurriendo con él, lo tenían atado con una cuerda que le impedía huir y a su madre la mantenían cerca suyo para evitar que muriera. Pues era conocido que los niños tenían más posibilidades de sobrevivir si tenían a alguien que se preocupara por ellos y teniendo en cuenta que la mayoría terminaba sirviendo de adorno en casa de algún shizen. Ya fuera sirviendo a las visitas o si tenían suerte, como artistas entrenados para entretener a los más pequeños de los hijos. ¿Pero porque buscaban a los shibō? Quizás por lo corta que resultaba su vida y por lo mucho que podían los shizen encariñarse con ellos. Eran algo así como el compañero perfecto para sus juegos infantiles y la mayoría recordaría que eran seres frágiles que debían cuidar y respetar. Aún así, la compra de cachorros nunca era algo bonito de ver, en especial por la separación de madres e hijos. Las madres nunca sabían cuando ocurriría esto, pero si que en algún momento tendrían que verlos partir y para Mael, quién tenia una madre muy cariñosa y había presenciado cientos de separaciones, la expectativa de pasar por algo así era aterrador. Más aún cuando no sabía lo que ocurriría con él y tampoco con su madre después de que los separaran. Pero eso parecía importarle poco a los demás.
Por su parte, Enya tenía otras cosas en su cabeza cuando pasó al lado del mercado donde se encontraba Mael. Parecía que iba bien la trama creada por Erin y ambas habían ido al pueblo para ver cómo terminaba. Claro, Enya se seguía aburriendo de todo eso, pero su hermana estaba feliz por como iba su creación y dio su bendición a la nueva pareja en cuanto vio que todo iba por buen camino.
Aquella era la típica historia cliché de destinados, demasiado sosa y sin emociones. Donde mágicamente se encuentran dos personas compatibles y surge una chispa que los hace inseparables. Poco importaba si Rose había estado llorando por otro amor un día antes, su nuevo pretendiente se encargaría de darle una buena vida y de ganarse su cariño, o quizás, también su amor. Una idea bastante ridícula por parte de Erin el querer reunirlos, y peor aun el darles su bendición sabiendo que eso los condenaba a un hechizo de amor eterno. Uno que, según las leyes de los arau, te aseguraba la lealtad y amor de tu pareja durante muchas vidas, pero con un precio que se cobraba con sangre.
Enya no creía en todo eso, para sus ochocientos años de vida había visto a muchas parejas separarse y ya estaba pensando en volver a casa cuando quiso llevarse la mano al rostro y fue cuando vio un hilo rojo atado a ella.
Tardó dos segundos en reaccionar, su corazón latía con fuerza, había esperado eso toda su vida, así que, comenzó a seguirlo, olvidando que debía mantener el perfil bajo y dejando que al fin las personas a su alrededor al fin pudieran sentir su presencia.
No podía pensar, aquello la estaba atontando, era como una sensación que le decía que decir o a dónde ir, era la emoción de encontrar a su alma gemela. Porque si había algo que los arau atesoraban, eso era el hilo rojo atado a su dedo. Eran los único entre los zraks que podían verlo y seres tan dependientes del hilo cómo lo eran los shizen con sus alas. Sin embargo, el tan esperado hilo solo se manifestaba cuando el dueño del otro extremo estaba cerca y Enya nunca había tenido ni la menor vista de dicho hilo. Erin si lo que había visto un par de veces el suyo. Solo que había rechazado seguirlo, todo para no terminar atada a un esposo como Enyd, quién odiaba al dueño de su hilo rojo y a quien no abandonaba por que había cometido el error de marcarlo el día en que se conocieron.
Pero Enya no pensaba de la misma forma, añoraba encontrar a su alma gemela y sus pasos pronto la llevaron al infame puerto de esclavos y allí, entre cientos de niños shibō, fue cuando lo vio por primera vez.
Aquel niño estaba vestido con lo que parecían trapos viejos, era muy pequeño para su edad y estaba muy desnutrido, pero Enya sintió una mezcla de esperanza cuando lo vio y se sintió en casa. Cómo si hubiera encontrado la última pieza que necesitaba para ser feliz, por lo que se acercó a él con mucha cautela y sin miedo a manchar su ropa de suciedad, lo tomó en brazos.
Mael se quedó quieto. El temor de un castigo le habría hecho retroceder, pero algo en aquella niña le trajo paz en aquella corta pero traumática vida. Así que, solo se recargó en su hombro y cerró los ojos, quizás por primera vez sintiéndose del todo seguro.
Los mercaderes no se atrevían a decir algo, sabían que aquel momento era especial. No todos los días una de las lastniks encontraba a su destinado y ni el dueño de Mael se atrevió a decir algo.
Aquella conexión que Enya sentía por el pequeño rubio era una alegría que desbordaba su corazón y ni siquiera sintió la presencia de Erin cuando ella llegó a su lado.
—¿Es él? —preguntó sacándola de su ensoñación.
—Si —respondió Enya mientras le dedicaba una sonrisa dulce a su hilo rojo y rompía las cuerdas que ataban a Mael —tenemos que llevarlos a casa.
Erin lo miró extrañada. A simple vista parecía como cualquiera de los muchos niños a la venta, pero era decisión de su hermana y pensándolo bien, ya tenía la historia perfecta para ellos.